Matilde
era una mujer luchadora... aunque nadie lo sabía, ni siquiera ella
misma. El hecho de haber criado solita a cinco hijos varones y de
haber aguantado durante casi cincuenta años a un marido, también
varón, y que no conocía la palabra respeto, eran motivos más que
suficientes como para sentirse orgullosa... aunque nadie parecía
saberlo, ni tan siquiera ella misma.
Aquel
día era un domingo como otro cualquiera; Matilde llevaba toda la
mañana cocinando para sus cinco hijos, nueras, ocho nietos y un
bisnieto. Setenta y cinco años son muchos años, y Matilde estaba
cansada... aunque nadie quería saberlo, ni siquiera ella misma.
Matilde
freía patatas mientras todos discutían en la mesa: tocaba resolver
el futuro de mamá tras haber enviudado recientemente; todos y todas
sabían perfectamente lo que a ella le convenía. Matilde, callada,
se concentraba en sus patatas. Al fin Paco, el mayor, tomó la
iniciativa con decisión: “no se hable más; mamá, vendes esta
casa, te compras un piso en la ciudad y se acabó”.
-Pero
si estoy bien aquí, hijo, de verdad... -empezó a decir Matilde sin
quitar ojo a sus patatas.
-De
eso nada, Paco tiene razón, te vienes con nosotros a la ciudad -la
interrumpió Miguel, convencido ante el apoyo del resto.
Entonces
Matilde soltó la espumadera sobre la sartén, se secó bien las
manos en el delantal aceitoso, se volvió hacia la mesa y, con la
mirada fija en los ojos de su tercer hijo, afirmó lenta pero
firmemente: “He dicho que estoy bien aquí.” Acto seguido volvió
a tomar la espumadera y continuó con las patatas, satisfecha porque
no se le habían quemado. Tras unos segundos de silencio, Gertru, la
mujer de Paco, les recordó a todos lo lluvioso que estaba siendo el
mes de noviembre. Aquel domingo, Matilde recuperó la libertad...
aunque nadie se quiso dar cuenta, ni siquiera ella misma.
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